Vivimos en una sociedad donde la productividad se ha convertido en una medida casi absoluta del valor personal. Nos exigimos constantemente, no solo en el trabajo, también en la vida personal: ser mejores, rendir más, aprovechar cada minuto. Pero, ¿en qué momento la autoexigencia deja de impulsarnos y empieza a desgastarnos? La presión externa es evidente, pero la más difícil de gestionar suele ser la que viene de dentro. Esa voz que nunca se conforma, que minimiza los logros y amplifica los errores. Esa voz que, con el tiempo, puede transformarse en un enemigo silencioso que atenta contra nue...